miércoles, 1 de abril de 2009

La vida democrática

Escribe Raúl Alfonsín, presidente de la Nación (1983-1989)


El 30 de octubre de 1983, la sociedad argentina festejó no la victoria de un partido ni la derrota de otro, sino la entrada a la vida democrática, un renacer frente a la muerte autoritaria que había predominado en el país durante los oscuros tiempos dictatoriales.

Es indudable que aquella fiesta cívica significó un gran paso adelante, una formidable oportunidad de cambio. Las calles se poblaron de ciudadanos con alegría, esperanzas y conciencia del sentido supremo de la libertad. Pero quienes asumiríamos luego la difícil tarea de gobernar estábamos ajenos a cualquier euforia, sabíamos que tendríamos que batallar contra dificultades extremas y fuerzas poderosas que no querían la democracia en la Argentina.

Veníamos no sólo de la ruina ética y moral del país, también del desastre económico y financiero. Sin embargo, teníamos una ventaja: la experiencia nos había enseñado que, cada vez que perdimos la democracia, la inmensa mayoría de los argentinos terminó perjudicándose.

Desde luego, salir de esa debacle exigía tiempo, esfuerzos, sacrificios, claridad de ideas y una gran energía encauzada por un preciso sentido de la prudencia y el equilibrio, y, fundamentalmente, un compromiso de todos los ciudadanos. En ello, como alguna vez dije, radicaba el poder de la democracia.

Estos cinco lustros transcurridos han dejado, entre otras cosas, una certidumbre que debemos evocar: algo notablemente ha cambiado a partir de 1983; no hubo ni habrá en nuestro país más presidentes de facto. Nada menos. Pero, hoy, con la cabeza y el corazón en el presente, se trata de mirar hacia el futuro.

Democracia es vigencia de la libertad y los derechos pero también existencia de igualdad de oportunidades y distribución equitativa de la riqueza, los beneficios y las cargas sociales: tenemos libertad pero nos falta la igualdad. Democracia es no sólo garantizar los derechos políticos o el sufragio, sino es extender la ciudadanía cívica y social a todos los habitantes.

Ello significa, también, que la democracia puede subsistir solamente si se logra un fortalecimiento y expansión de la capacidad de autogobierno por parte de los ciudadanos. Erich Fromm, en su libro "El miedo a la libertad", sostiene que el derecho de expresar nuestros pensamientos, sin embargo, tiene algún significado tan sólo si somos capaces de tener pensamientos propios.

Ojalá se comprenda esto, y las jóvenes generaciones puedan crecer, separadas de personalismos excluyentes y canibalismos políticos, bajo el amparo de la autonomía que brinda una cultura cívica apoyada en instituciones fuertes, un Estado de Derecho, partidos sólidos y renovados, y, fundamentalmente, en sujetos democráticos, porque sólo así la democracia podrá sobrevivir a sus gobernantes y evocarse, ya no como un sistema de instituciones, sino como una forma de vida.

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