sábado, 4 de abril de 2009

Los sueños de Alfonsín



En la década del 80, la Argentina desarrolló su último gran proyecto nacional.

Por Rodolfo Terragno (*)


Quiso la paz con Chile y la consiguió. Hizo los planos del Mercosur y colocó la piedra fundamental. Con eso solo, consolidó la paz y la unión del Cono Sur. No obstante, él se propuso algo más ambicioso: la Comunidad Económica Latinoamericana, cuya escala permitiría un vertiginoso desarrollo científico y la modernización generalizada de los modos de producción. O se hacía eso o –presagiaba Raúl Alfonsín- la Argentina y América Latina serían incapaces de superar "la brecha tecnológica".

Las economías de la región deberían resignarse, en ese caso, a la "inmodificable realidad" de sobrevivir en el subdesarrollo. Sabía que, para convertir a la Argentina en pieza principal de semejante proyecto, hacía falta, de fronteras adentro, una revolución. Revolución pacífica, que no podía lograrse sin convergencia democrática" y continuidad.

"La construcción de un país moderno y desarrollado, que se incorpore digna y creativamente al sistema económico internacional a través de la región, no será obra de un gobierno ni de un partido", sentenció en 1985. Por eso, se ilusionó con una reforma constitucional que alumbrara la Segunda República, e imaginó que ésta se asentara en el sistema parlamentario. Aspiraba a forzar así el pluralismo, "que implica aceptar la diversidad, conciliar criterios y evitar que todo empiece de nuevo cada vez que se produce una elección presidencial".

En esa Segunda República, el federalismo ya no podía ser una ficción. Alfonsín concibió el traslado de la capital para separar el poder político del poder económico, favoreciendo así la desconcentración.

Él creyó, como pocos, en el futuro de la Patagonia, y postuló que la Argentina avanzara hacia "la civilización del frío". Todo tenía que hacerse bajo el liderazgo del Estado, pero éste necesitaba, para eso, capitalizarse y multiplicar su productividad.

Fue con tal fin que su gobierno convocó al capital privado: la idea era que actuara como socio estratégico (no como dueño) de las empresas estatales. En el vocabulario alfonsinista, liderazgo no significaba coacción ni monopolio.

"Nada de lo que proponemos", repetía él, "podría ser impuesto desde el Estado". Era indispensable que "los distintos sectores de la sociedad" participaran de aquella revolución pacífica. Los invitó, a todos sin excepción.

Lo hizo invocando la "ética de la solidaridad", que a su juicio no se limitaba a "la justa distribución de las ventajas": exigía, también, "equidad en el reparto de los sacrificios". Sacrificios que en la época eran, por fuerza, muchos. El Primer Mundo vivía una recesión tan fuerte como la de ahora, y la inflación internacional (hoy desconocida) batía récords. Latinoamérica, agobiada por la "crisis de la deuda" y la depreciación de los commodities, atravesaba su "década perdida". Alfonsín resistió el tsunami económico, como resistió las huelgas crónicas y los conatos de golpe militar. En todo caso, a 20 años de concluida su gestión, hoy no se trata de evaluar cada uno de sus actos. Hay algo más valioso, que trasciende los aciertos y los errores del período 1983- 1989.

Aquel Presidente, a quien el exterior admiró por el Juicio a las Juntas -un hecho sin precedentes en la historia mundial—también deberá ser recordado, entre nosotros, como el autor del último gran proyecto nacional que tuvo la Argentina. El último, hasta que de alguna cantera de creatividad surja el material necesario para que, recuperando el tiempo perdido, construyamos la Argentina moderna, previsible y solidaria que Alfonsín soñó y nos propuso soñar.


(*) Publicado en Clarín. El autor fue ministro de Obras y Servicios Públicos durante el gobierno de Raúl Alfonsín.

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