En el 109º aniversario del natalicio del presidente Arturo Umberto Illia (1963-1966), la Junta Central de la UCR de La Plata invita a releer una evocación publicada en La Nación hace poco más de un año por el también ex jefe de Estado, Raúl Alfonsín (1983-1989).
La vida y la obra de don Arturo Illia son patrimonio de los argentinos, sea cual fuere el partido al que pertenezcan. Desde luego que los radicales estamos orgullosos de él; le profesamos veneración. Pero si trabajó siempre desde nuestro partido no lo hizo apenas para los radicales. Trabajó para el adelanto político y el progreso social del pueblo entero, sin reparar en banderas o en credos.
Don Arturo recordaba, a menudo, que después de enrolarse y de inscribirse en la Facultad de Ciencias Médicas de Buenos Aires, adonde había venido desde su Pergamino natal, dio dos pasos simultáneos: se asoció al Centro de Estudiantes y se afilió a la UCR en la parroquia de Colegiales. Pero es obvio que no hizo estos trámites sólo por haber ingresado en la Universidad y haber llegado a la edad de ciudadanía. Los hizo porque no deseaba ser ajeno a la cosa pública, porque estaba decidido a no ser independiente del destino de su país y creía que la mejor y la más franca manera de lograrlo era participando a través de las instituciones, actuando en política.
Después de muchos cargos importantes ocupados siempre en democracia, interrumpida por un par de golpes de Estado, fue investido de la Presidencia de la Nación. Vale la pena citar algunas frases de su mensaje a la Asamblea Legislativa: "La democracia Argentina necesita perfeccionamiento, pero que quede bien establecido: perfeccionamiento no es sustitución totalitaria. El concepto social de la democracia no es nuevo, y no es sólo nuestro. Más lo importante no es que el sentido social de la democracia esté en nuestras declaraciones políticas o estatutos partidarios, sino que los argentinos tengamos la decisión y la valentía de llevarlo a la práctica. Pero deseamos desde ya alertar a quienes conciban a la democracia social como un simple proceso de distribución. Para que pueda existir justicia de la sociedad para con el hombre es necesario que éste, a su vez, sea justo para con la sociedad y no le niegue o retacee su esfuerzo".
El período de gobierno de don Arturo transcurrió en un momento en el que aún tenía plena vigencia la cultura autoritaria y antidemocrática que se había venido sedimentando en la población desde los años treinta.
Aquel gobierno al que se acusaba de lentitud, de inoperancia, de antigüedad, de incompetencia, de partidismo, logró un aumento del 10% anual del producto bruto, término sólo superado entre 1946 y 1948, cuando nuestro país era el de las vacas gordas y los lingotes de oro. Aun cuando todavía hay unos pocos que atribuyen a las buenas cosechas los éxitos del gobierno de don Arturo, lo cierto es que el crecimiento del agro fue ordinario; en cambio, el de la industria resultó el más alto de la Argentina contemporánea, con más de un 35% en el bienio de 1964-1965.
Pero hubo más; fue reducido el gasto público, verdadera hazaña si se recuerda que se elevaron los fondos destinados a la enseñanza, a la salud y a la vivienda; mermó el déficit fiscal y el de las empresas del Estado (por otra parte, no se adquirió ninguna empresa privada), y fue disminuida, sí, disminuida, la deuda externa, a pesar de lo cual se incrementaron las reservas del Banco Central.
La distribución del ingreso, en fin, alcanzó una armonía inusitada y se retrajo la inflación, de un promedio del dos por ciento mensual en 1963 a otro del uno por ciento en 1966. Todo en sólo mil días de gobierno. Es ya un lugar común hablar de un gobierno sin un solo día de estado de sitio, sin presos políticos ni gremiales.
* * *
No exagero si afirmo que le debemos a don Arturo Illia esta realidad de hoy; la realidad de un pueblo que halló su rumbo y se inclinó por la democracia. Lo dijo en una entrevista periodística: "Para saber lo que es la democracia, con sus virtudes y sus defectos, hay que vivirla. Si no se vive la democracia, la libertad, la justicia, uno se está muriendo". Y también: "La ley da mucha más seguridad que las ametralladoras" igual que "la vida de un hombre público tiene valor solamente por sus ideas".
Ahora los argentinos piden que sus dirigentes no pierdan el rumbo, que no caigamos en nuevas confusiones, intemperancias, desintereses, que terminemos de desterrar el desencanto, el revanchismo, el egoísmo. Que confiemos cada vez más en nosotros. Que no reiteremos los desastres de aquel tiempo lejano y, a la vez, tan próximo.
El mensaje para hoy de don Arturo es la necesidad, no solamente de hacer buenos gobiernos, sino de hacer docencia de la democracia. Por eso, en estos días que vivimos, en los que hemos alejado ya, definitivamente, el fantasma de los golpes de Estado; en los que por encima de nuestras lógicas discrepancias y en el marco del respeto por las instituciones, desarrollamos nuestra vida institucional; en el marco también de discusiones a veces agrias, debemos recoger su mensaje para proclamar, sin distinción de partidos políticos, que por encima del acierto o del error del gobierno lo que interesa es una lucha permanente por el estado de derecho, por la calidad de las instituciones de la Nación, por el debido proceso, y por la dignidad de los hombres.
Debemos preguntarnos qué es lo que nos permitirá un pensamiento maduro, capaz de observar con seriedad los problemas, pero capaz también de encontrar en una alegría de fondo las razones de fondo para vivir y para luchar. Hay quienes piensan que nos pasan estas cosas por ese estilo quejumbroso que hace ya 70 años hizo decir a un pensador extranjero que éramos quizás "el pueblo más melancólico del mundo".
Illia murió el 18 de enero de 1983, cuando ya podía presentirse el triunfo de sus ideales y el reconocimiento a su lucha.
Hoy nos debemos preguntar si los argentinos somos capaces de aprender de la terrible experiencia que pasamos y si sabemos juntar el coraje cívico con la madurez política, y todo eso en el tono de una alegría de fondo sin la cual los pueblos marchan hacia el suicidio; si aprendimos eso, Arturo Illia estará más vivo que nunca entre nosotros.
Don Arturo recordaba, a menudo, que después de enrolarse y de inscribirse en la Facultad de Ciencias Médicas de Buenos Aires, adonde había venido desde su Pergamino natal, dio dos pasos simultáneos: se asoció al Centro de Estudiantes y se afilió a la UCR en la parroquia de Colegiales. Pero es obvio que no hizo estos trámites sólo por haber ingresado en la Universidad y haber llegado a la edad de ciudadanía. Los hizo porque no deseaba ser ajeno a la cosa pública, porque estaba decidido a no ser independiente del destino de su país y creía que la mejor y la más franca manera de lograrlo era participando a través de las instituciones, actuando en política.
Después de muchos cargos importantes ocupados siempre en democracia, interrumpida por un par de golpes de Estado, fue investido de la Presidencia de la Nación. Vale la pena citar algunas frases de su mensaje a la Asamblea Legislativa: "La democracia Argentina necesita perfeccionamiento, pero que quede bien establecido: perfeccionamiento no es sustitución totalitaria. El concepto social de la democracia no es nuevo, y no es sólo nuestro. Más lo importante no es que el sentido social de la democracia esté en nuestras declaraciones políticas o estatutos partidarios, sino que los argentinos tengamos la decisión y la valentía de llevarlo a la práctica. Pero deseamos desde ya alertar a quienes conciban a la democracia social como un simple proceso de distribución. Para que pueda existir justicia de la sociedad para con el hombre es necesario que éste, a su vez, sea justo para con la sociedad y no le niegue o retacee su esfuerzo".
El período de gobierno de don Arturo transcurrió en un momento en el que aún tenía plena vigencia la cultura autoritaria y antidemocrática que se había venido sedimentando en la población desde los años treinta.
Aquel gobierno al que se acusaba de lentitud, de inoperancia, de antigüedad, de incompetencia, de partidismo, logró un aumento del 10% anual del producto bruto, término sólo superado entre 1946 y 1948, cuando nuestro país era el de las vacas gordas y los lingotes de oro. Aun cuando todavía hay unos pocos que atribuyen a las buenas cosechas los éxitos del gobierno de don Arturo, lo cierto es que el crecimiento del agro fue ordinario; en cambio, el de la industria resultó el más alto de la Argentina contemporánea, con más de un 35% en el bienio de 1964-1965.
Pero hubo más; fue reducido el gasto público, verdadera hazaña si se recuerda que se elevaron los fondos destinados a la enseñanza, a la salud y a la vivienda; mermó el déficit fiscal y el de las empresas del Estado (por otra parte, no se adquirió ninguna empresa privada), y fue disminuida, sí, disminuida, la deuda externa, a pesar de lo cual se incrementaron las reservas del Banco Central.
La distribución del ingreso, en fin, alcanzó una armonía inusitada y se retrajo la inflación, de un promedio del dos por ciento mensual en 1963 a otro del uno por ciento en 1966. Todo en sólo mil días de gobierno. Es ya un lugar común hablar de un gobierno sin un solo día de estado de sitio, sin presos políticos ni gremiales.
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No exagero si afirmo que le debemos a don Arturo Illia esta realidad de hoy; la realidad de un pueblo que halló su rumbo y se inclinó por la democracia. Lo dijo en una entrevista periodística: "Para saber lo que es la democracia, con sus virtudes y sus defectos, hay que vivirla. Si no se vive la democracia, la libertad, la justicia, uno se está muriendo". Y también: "La ley da mucha más seguridad que las ametralladoras" igual que "la vida de un hombre público tiene valor solamente por sus ideas".
Ahora los argentinos piden que sus dirigentes no pierdan el rumbo, que no caigamos en nuevas confusiones, intemperancias, desintereses, que terminemos de desterrar el desencanto, el revanchismo, el egoísmo. Que confiemos cada vez más en nosotros. Que no reiteremos los desastres de aquel tiempo lejano y, a la vez, tan próximo.
El mensaje para hoy de don Arturo es la necesidad, no solamente de hacer buenos gobiernos, sino de hacer docencia de la democracia. Por eso, en estos días que vivimos, en los que hemos alejado ya, definitivamente, el fantasma de los golpes de Estado; en los que por encima de nuestras lógicas discrepancias y en el marco del respeto por las instituciones, desarrollamos nuestra vida institucional; en el marco también de discusiones a veces agrias, debemos recoger su mensaje para proclamar, sin distinción de partidos políticos, que por encima del acierto o del error del gobierno lo que interesa es una lucha permanente por el estado de derecho, por la calidad de las instituciones de la Nación, por el debido proceso, y por la dignidad de los hombres.
Debemos preguntarnos qué es lo que nos permitirá un pensamiento maduro, capaz de observar con seriedad los problemas, pero capaz también de encontrar en una alegría de fondo las razones de fondo para vivir y para luchar. Hay quienes piensan que nos pasan estas cosas por ese estilo quejumbroso que hace ya 70 años hizo decir a un pensador extranjero que éramos quizás "el pueblo más melancólico del mundo".
Illia murió el 18 de enero de 1983, cuando ya podía presentirse el triunfo de sus ideales y el reconocimiento a su lucha.
Hoy nos debemos preguntar si los argentinos somos capaces de aprender de la terrible experiencia que pasamos y si sabemos juntar el coraje cívico con la madurez política, y todo eso en el tono de una alegría de fondo sin la cual los pueblos marchan hacia el suicidio; si aprendimos eso, Arturo Illia estará más vivo que nunca entre nosotros.
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